jueves, 16 de abril de 2009

MENSAJE PASCUAL DEL SR. OBISPO CASES

Mis queridos Hermanos y amigos todos:

Voy hilvanando algunas palabras con las que anunciarles con gozo la Palabra de Vida del Resucitado, lo que llamamos Mensaje Pascual, y llevo en el corazón el eco de mis propias reflexiones de ayer, en la celebración del Viernes Santo. Nada extraño, pues la madrugada del primer día de la semana es el tercer día, el Día nuevo, el Día de los días. Ayer Viernes le daba vueltas en mi propio corazón a la atención que dedicamos a la Cruz. La vemos como sufrimiento, como dolor, y en verdad que es así. Pero necesitamos mirarla como fruto del pecado y como resumen de los pecados todos del mundo, también de los tuyos y los míos. El texto de Isaías que acogíamos en la tarde del Viernes Santo dice que el Siervo de Yavé “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores”, pero también que fue “traspasado por nuestra rebeliones y triturado por nuestros crímenes”. El sufrimiento de Cristo, la Cruz de Cristo, no sólo es dolor; es pecado, fruto del pecado. Es rechazo de la Verdad, y del camino que la busca hasta encontrarla; es rechazo de la dignidad del ser humano; es rechazo de Dios. También hoy, mucho del sufrimiento de los niños y de los mayores, mucho de la Cruz de los hombres que sufren es pecado y fruto del pecado. Lo repasaba cuando en la misma noche del Viernes acudí a una Parroquia a compartir el Via Crucis, y observé a los niños de la comunidad parroquial que se unían a los mayores a la hora de ir llevando a hombros la imagen de Cristo crucificado por los pasillos del templo. Los miraba y los veía cargando en sus manos pequeñas y juguetonas la Cruz de Cristo, el pecado del mundo de los mayores.

Sí, queridos Hermanos, la Cruz de Cristo y la Cruz de los hombres no es sólo sufrimiento, es pecado. Cristo llega a la cruz por la traición de uno de los suyos, el abandono de todos, la negación de un amigo tres veces repetida, y un juicio inicuo, en el que lo políticamente correcto y las contradicciones más manifiestas triunfan sobre la Verdad y aplastan a quien ya a priori ha llegado como condenado: “conviene que muera un hombre por el pueblo”. Por tres veces repite Pilatos que “no encuentra en él ninguna culpa”, y el evangelista observa que ‘trataba de soltarlo’, pero después de todo “lo entrega para que lo crucifiquen”. Me pregunto si no nos ocurre hoy lo mismo ante muchos de los males que sufre la humanidad. Vemos y lamentamos el sufrimiento, pero no hablamos del pecado. Nos pasa con las guerras… nos pasa con el hambre en el mundo… nos pasa con el aborto… y últimamente nos pasa con lo que hemos venido en llamar crisis económica. Nos lamentamos y protestamos por el sufrimiento, pero no está bien visto que recordemos las responsabilidades personales en esos sufrimientos. Alguien, algunos, muchos, cargan la cruz sobre los hombres de los que sufren. Mejor será decirlo de modo más directo: alguien, algunos, muchos, cargamos la cruz sobre los hombros de los que sufren. Con lo que hacemos o con lo que dejamos de hacer, con lo que decimos o con lo que dejamos de decir.

Sería bueno y necesario repasar todos los temas indicados: guerras, hambre, aborto, pero me limitaré aquí a aludir a algunos aspectos de eso que llamamos crisis económica. Por una parte van los análisis que llegan al ciudadano medio desde la multitud de reuniones: locales, nacionales e internacionales, y lo que llaman paquetes de medidas… y por otra parte camina el sufrimiento diario de los millones y millones de parados, y muy especialmente el de los emigrantes, con menos posibilidades que los demás y más puertas cerradas. Y el mensaje de tal político de alto o altísimo nivel trata de sembrar sosiego y calma, porque los nervios son mala compañía, y el capital necesita mimo y cuidado para que no se asuste y se retraiga. Se habla de millones y hasta de billones para ‘salvar’ el sistema financiero, pero no se tiene el mismo mimo y el mismo cuidado con los trabajadores, y las listas del paro siguen subiendo mientras disminuyen las posibilidades para la subsistencia. Se ve el sufrimiento de los que pagan las consecuencias de la crisis, pero no se advierte la responsabilidad pecadora de los que buscaron y siguen buscando el beneficio, máximo y rápido, nunca mejor dicho, a cualquier precio, pague quien pague. Y se procura que haya atisbos de esperanza alentando medidas que consigan reflejar algún síntoma de recuperación en los números de los mercados financieros, en la bolsa. La ‘recuperación’ de los hambrientos debe esperar un poco o un mucho más. La subida del paro –aparece en los medios- se ralentiza (en marzo), pero los datos siguen siendo malos. Estamos por encima de los tres millones y medio de parados.

No me parece momento para ampliar ni para pormenorizar en el detalle del análisis de la crisis, que en mi caso estaría ciertamente pecando de incompetencia económica. Un único detalle sí que deseo no callar: la crisis llamada económica no es una fatalidad, no es el resultado de un ciclo que por diversos factores complicadísimos de explicar ha resultado lamentablemente negativo para todos. La crisis, en este como en otros tantos temas, tiene orígenes morales, y responsabilidades éticas, y obedece a un distanciamiento cada vez más observable entre ética y economía, ética y política, ética y ciencia.

Me vino a la memoria un precioso texto de Juan Pablo II, que pronunció en Barcelona, durante el primer viaje que realizó a nuestra Patria, y que, a pesar de los casi veintisiete años transcurridos, mantiene toda su actualidad: “Lo dicho anteriormente me lleva a tocar brevemente un problema que no es exclusivo de España, pero que la afecta en buen grado: me refiero al paro. La falta de trabajo va contra el “derecho al trabajo”, entendido en el contexto global de los demás derechos fundamentales, como una necesidad primaria, y no un privilegio, de satisfacer las necesidades vitales de la existencia humana a través de la actividad laboral… De un paro prolongado nace la inseguridad, la falta de iniciativa, la frustración, la irresponsabilidad, la desconfianza en la sociedad y en sí mismos; se atrofian así las capacidades de desarrollo personal; se pierde el entusiasmo, el amor al bien; surgen las crisis familiares, las situaciones personales desesperadas, y se cae entonces fácilmente -sobre todo los jóvenes- en la droga, el alcoholismo y la criminalidad. Sería falaz y engañoso considerar este angustioso fenómeno, que se ha hecho ya endémico en el mundo, como producto de circunstancias pasajeras o como un problema meramente económico o socio-político. En realidad constituye un problema ético, espiritual, porque es síntoma de la presencia de un desorden moral existente en la sociedad, cuando se infringe la jerarquía de los valores. La Iglesia, a través de su Magisterio social, recuerda que las vías de solución justa de este grave problema exigen hoy una revisión del orden económico en su conjunto. (Juan Pablo II, Encuentro con los trabajadores y empresarios, Barcelona, 7 de noviembre de 1982, 5-6)

Y si la crisis, en este como en otros tantos temas, tiene orígenes morales y supone un olvido o un distanciamiento de la ética, seguramente una de nuestras grandes aportaciones como cristianos a la marcha de la sociedad estará en la recuperación de la ética, en la memoria de nuestros criterios cristianos. “Nosotros tenemos la mente de Cristo” decía Pablo a los Corintios, entendiendo ‘tenemos’ por ‘nos dejamos guiar’. Es evidente que los cristianos tenemos que hacer un profundo examen de conciencia para verificar en nuestras vidas estas palabras de Pablo. Pero esa es una hermosa aportación nuestra a la marcha de la sociedad: la mente de Cristo, los criterios cristianos.

La Pascua que sigue al Viernes Santo, y que abre su noche, su dolor y su pecado a la Luz, a la Esperanza y al Amor, nos ofrece una ocasión preciosa para hacerlo. Este año, siguiendo el ritmo de Lecturas que la Iglesia Maestra de Vida nos indica, escuchamos en la Vigilia Pascual las palabras del ángel del sepulcro: “¿BUSCAN A JESÚS EL NAZARENO, EL CRUCIFICADO? NO ESTÁ AQUÍ. HA RESUCITADO… VA POR DELANTE DE USTEDES A GALILEA”. Quien busca a Jesús no debe buscar en el sepulcro; lo encontrará en Galilea. No era una indicación meramente geográfica, ni una orden de marcha que afectaba a los discípulos de aquel momento. Galilea es el inicio de la predicación y de la acción de Jesús. Galilea es la ribera del lago y el lugar de la primera llamada. Galilea es el monte de las Bienaventuranzas y el lugar de ponerse a la escucha de lo que dice el Señor: “Habéis oído que se os dijo… yo os digo”. La Iglesia de todos los momentos tiene que reunirse en Galilea, ver allí a su Señor, saber de su acompañamiento permanente hasta el fin de los tiempos, y crecer en fidelidad en la escucha de su Palabra.

El ministerio público de Jesús aboca en el más estrepitoso fracaso. El Maestro clavado y muerto en la Cruz, los discípulos huidos y dispersos. Pero el Resucitado va por delante de nosotros a Galilea. Allí nos convoca y desde allí empezamos a caminar. Cada Pascua es un nuevo principio, una nueva llamada junto al lago, una nueva escucha cargada de esperanza para nosotros y para todos. Cada Pascua nos acercamos más a Jesús, nos sentamos ante Él en Galilea y acogemos su enseñanza: “Dichosos los pobres en el espíritu,…dichosos los que lloran,… dichosos los sufridos, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia…”. Y lo escuchamos hasta llegar a creernos que es verdad, hasta que recibimos su Espíritu que nos hace ver las cosas como las ve Él y actuar como actúa Él, y además nos hace comprender que esto es fuente de dicha. Sin este gozoso seguimiento no hay Pascua posible. “Te vuelve a llamar el Señor… con misericordia eterna te quiero”. “Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; os daré un corazón de carne”. Son Palabra del Señor proclamada en la Vigilia Pascual, son la invitación y el anuncio, el Pregón de la Pascua de los corazones llenos de la dicha del Señor.

Este corazón nuevo de carne, no de piedra, buscará modos de poner de manifiesto su nueva condición. Les ofrezco algunas sugerencias, que responden a necesidades reales y urgentes para el momento de crisis.

1.- Si tienes tiempo y capacidades para colaborar con Cáritas en la acogida de personas y familias, ofrécete, aprende lo que debes hacer y cómo puedes hacerlo, e implícate. Regala tu tiempo, que es ofrecerte a ti mismo. Los equipos de Cáritas, que tan generosamente están actuando en estos tiempos de crisis, se sienten a veces saturados en su capacidad de atención personal, no sólo en la demanda de ayudas materiales.

2.- Si tienes seguridad económica, porque tienes un sueldo, una nómina, unos ingresos estables, pequeños o grandes, ofrece parte de lo que tienes, y no ocasionalmente, sino de modo sistemático, con la misma estabilidad mensual de tus ingresos por ejemplo. Varios Obispos en distintas Diócesis de nuestra geografía han sugerido a sus Sacerdotes y a sus Fieles la ofrenda de la décima parte de los ingresos para compartir con los que sufren las consecuencias de la crisis. Me alegra sumarme personalmente a la iniciativa de estos Hermanos Obispos, y les anuncio que he empezado ya a hacerlo y que recomiendo y animo vivamente a Sacerdotes y fieles en general a que lo hagan, en esa proporción o en la que puedan. Entreguen su aportación a Cáritas, parroquial o diocesana. Existe el riesgo de que los que venían aportando sus ofrendas como ‘limosna penitencial’ de Cuaresma, o los que empiezan a escuchar que hay indicios de salida de la crisis, dejen de aportar y disminuyan las ayudas. Las posibilidades de Cáritas para atender las demandas que siguen creciendo pueden disminuir notablemente. Tendremos que acostumbrarnos a un modo de entender la vida que incluye el compartir lo que tenemos como criterio permanente, no sólo como disciplina de un momento o unas semanas.

3.- Por otra parte, no estamos lejos de las celebraciones sacramentales más numerosas y llamativas de nuestras comunidades cristianas: las Primeras Comuniones y las Confirmaciones. Seguramente podríamos ver la crisis de este momento como una invitación del Señor de las Bienaventuranzas a algo que tendría que ser lo normal para estos acontecimientos: la sobriedad, el no endeudamiento, la sensibilidad fraterna con los que no pueden. En nombre del Señor invitemos a las familias a enriquecer estas celebraciones con la hermosura de la fraternidad solidaria.

Marchemos con alegría a Galilea. Busquemos y escuchemos al Dios de la Vida. Nos vuelve a llamar el Señor Resucitado.

Francisco, Obispo

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